“El primero, sólo 40 días después del nacimiento de Jesús, la profecía de Simeón que habla de una espada que traspasará su corazón (cf. Lc 2,35). El segundo dolor se refiere a la huida a Egipto para salvar la vida de su hijo (cf. Mt 2,13-23). El tercer dolor, esos tres días de angustia cuando el niño se quedó en el templo (cf. Lc 2,41-50). El cuarto dolor, cuando Nuestra Señora se encuentra con Jesús en el camino al Calvario (cf. Jn 19,25). El quinto dolor de Nuestra Señora es la muerte de Jesús, ver al Hijo allí, crucificado, desnudo, muriendo. El sexto dolor, el descenso de Jesús de la cruz, muerto, y lo toma en sus manos como lo había tomado en sus manos más de treinta años antes en Belén. El séptimo dolor es el entierro de Jesús. Y así, la piedad cristiana sigue este camino de Nuestra Señora que acompaña a Jesús.” |
Aunque debe haber sido insoportable contemplar el abuso y el brutal asesinato de su Hijo, María no apartó su mirada. Ella permaneció lo más cerca posible de su Hijo y participó en el sacrificio de Cristo.
Cuando me encuentro frente al dolor, ya sea el mío o el de los demás, lo único que quiero es apartar la mirada, vivir en negación o dejarme distraer por cualquier otra cosa. Enfrentar el duelo o la injusticia, abrazar la cruz es realmente difícil, “Pero si evitamos la cruz, se desvanecerá nuestra esperanza. Es en la fidelidad que una vez prometimos, donde encontraremos asegurados tanto el morir como el resucitar” (Constituciones de la Congregación de Santa Cruz, 8:121).
La vida cristiana nos llama no a apartar la mirada, sino a tener “un «corazón que ve». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia” (Deus Caritas Est, 30). Dejarnos conmover por el sufrimiento, actuar y confiar en que el sufrimiento puede y será transfigurado por la gracia de Dios no es debilidad. De hecho, como describió el Papa Francisco en su mensaje de Cuaresma para 2015, “Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas.” Cuando nos acercamos lo más que se pueda a Cristo y permitimos que nuestros corazones vean como lo hizo María, encontramos nuevas fuerzas. En el corazón de la Virgen Dolorosa atravesado por una espada, encontramos consuelo, refugio y ternura. Encontramos una madre que realmente conoce lo que sentimos, que nos acaricia y toca nuestras heridas con cariño, tal como abrazó el cuerpo destrozado de su Hijo.
Que nuestras lágrimas se mezclen con las de María como una digna ofrenda de amor. Que cultivemos, como María, un corazón que ve, un corazón firme y misericordioso, atento y generoso, y que lleva bien el dolor y las penas “con fuerza, con llanto” (Papa Francisco, homilía, abril de 2020).
Que hagamos nuestras las palabras de la secuencia de hoy (también conocida como el Stabat Mater y utilizada con frecuencia en la recitación del Vía Crucis):
¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.