En la primera carta de San Pablo a los Corintios, afirma algo audaz: la muerte no nos derrota, la muerte no es el fin. La muerte de Cristo ha traído la resurrección; por medio de la gracia de Dios, podemos alcanzar la vida eterna. La muerte, una consecuencia del pecado, ha sido vencida por el sacrificio y el triunfo de Cristo. San Pablo anima a los corintios a darle a la muerte el lugar que le corresponde. Es decir, no debemos tomar la muerte a la ligera. Estar conscientes de que nuestra vida terrenal es temporal, debe motivarnos a evitar el pecado y prepararnos para nuestro juicio final. Al enfocarnos en la vida eterna, podemos vivir sin miedo a la muerte.
De eso precisamente se trata la celebración de Dia de Muertos, reconocer el lugar que le corresponde a la muerte. Si bien esta celebración ya existía antes de la llegada del cristianismo a las Américas, la intuición cultural nos orienta hacia la verdad de que el “sentido cristiano de la muerte es revelado a la luz del Misterio Pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo, en quien radica nuestra única esperanza.” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1681). Los pueblos de México y América Latina celebran esta fiesta motivados no por una fascinación sombría por la muerte, sino por la creencia fundamental de que existe algo más que nuestra vida terrenal.
El Día de Muertos se celebra principalmente el 2 de noviembre, la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, pero también durante todo el mes.
Familias y comunidades arreglan altares, u ofrendas, según sus propias costumbres. Se decoran con calaveras de azúcar que llevan los nombres de los difuntos. Se colocan en el altar las comidas y bebidas favoritas de los seres queridos que han fallecido, junto con sus retratos. Familiares y amigos celebran en los cementerios comiendo tamales y pan de muerto (un pan dulce cubierto con trozos de masa hechos en forma de huesos) y bebiendo atole (una bebida caliente hecha con masa y endulzada) al son de la música de mariachi. Velas, papel picado y flores de colores brillantes (especialmente cempasúchil) decoran las calles, los altares y las tumbas. Se difunden poemas, caricaturas y chistes que se burlan de la muerte. Todo esto se hace para reconocer lo que realmente es la muerte y recordarnos que la muerte no tiene la última palabra.
Aun con lágrimas y dolor podemos poner nuestra esperanza en la Resurrección y esperamos poder reunirnos con nuestros seres queridos en la eternidad. Confiándolos a la misericordia de Dios, oramos para que “al confesar nuestra fe en tu Hijo resucitado de entre los muertos, se afiance también nuestra esperanza en la futura resurrección de tus siervos” (Misal Romano, Colecta para la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos).
Desde los primeros días del cristianismo, hemos honrado la memoria de los muertos con el mayor respeto y hemos ofrecido oraciones por ellos. Hemos venerado los lugares donde fallecieron los mártires, los sitios donde se enterraron, sus cuerpos e incluso sus posesiones (reliquias). Se construyeron iglesias en su honor, y los relatos de sus vidas, sufrimiento y muerte fueron proclamados en celebraciones.
Del mismo modo, las familias se reúnen en el Día de Muertos y comparten sobre sus seres queridos difuntos, compartiendo recuerdos e historias con la próxima generación. Honran a sus seres queridos, celebran sus vidas y oran por las almas de los fieles difuntos, una obra de misericordia espiritual.
Tal vez conmemorar a los fieles difuntos así no nos quite el dolor o la pena, pero sí nos invita a poner nuestra esperanza en la Resurrección y afirmar que la muerte ha perdido su poder. “En efecto, una vez muertos no estamos en absoluto separados unos de otros, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. No nos separaremos jamás, porque vivimos para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia Él [...] estaremos todos juntos en Cristo” (San Simeón de Tesalónica, De ordine sepulturæ, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica,1690). ¡Celebremos entonces la fiesta de hoy alabando al Señor que “no es Dios de muertos, sino de vivos” (Marcos 12: 27)!