Pude recordar estas palabras la semana pasada que fui a la panadería en busca de bocaditos para una reunión de mi familia. Ya en la caja, la joven madre que atendía tenía una mirada cansada por lo que me llamó la atención y quise preguntarle desde qué hora trabajaba, lo que desencadenó una conversación de preguntas y respuestas que terminaron en una frase final suya: “Soy separada y con hijos pequeños”.
Hay personas que sufren intensamente luego de luchar por su matrimonio y perder la batalla. Tal situación conlleva a una necesidad de consejo y de una ayuda concreta para superar las consecuencias del sentido de culpa y repercusión en los hijos al romper la alianza del sacramento, y con todo ello poder fiarse de la infinita misericordia de Dios.
Mientras esto ocurre, Dios y su Iglesia siempre esperan con los brazos abiertos -cual una madre recibe a su hijo-, para acoger a estas personas vulnerables que ante una difícil situación, tuvieron que enfrentarse a la decisión de no continuar con un matrimonio para siempre, tal como lo que hubiesen querido y como prometieron aquel día ante el altar.
Nosotros como católicos, sin juzgar a los otros, debemos “hacernos prójimo” y poner en práctica la infinita misericordia de Dios, pues no hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza de amor. “Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones” (Amoris Laetitia, 79).
La familia como levadura para toda la sociedad, sale adelante con sus problemas y dificultades de la mano de Jesucristo e insertada en la Iglesia. La conformación de sus miembros no es obstáculo para vivir en la unidad, el amor y la caridad, siempre que sean sostenidos por la presencia de Dios en su día a día.
Los separados o divorciados, en su libertad, están llamados a buscar la gracia de la conversión para reedificar su casa sobre los cimientos de Cristo sin perder la esperanza por recuperar y reconstruir el matrimonio perdido y siempre bajo la divina gracia del Espíritu Santo y el discernimiento acompañado de sus pastores.
El papa también es claro a este respecto: “Los pastores por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones” (…) y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición” (AL, 79).
Luego de la conversación que sostuve aquel día en la panadería con la joven madre, pude ver el sufrimiento que se tiene luego de una ruptura matrimonial, de las nuevas responsabilidades que se deben asumir, de la repercusión en los hijos pero principalmente de la necesidad que estas familias tienen de alguien que las sane, que las proteja, acoja y restaure: ¡el amor de Dios!
Pregunta para la reflexión: ¿Nos sentimos uno frente al otro en actitud de misericordia o de condena? ¿Son los hermanos separados o divorciados apartados del amor de Cristo y de su Iglesia?