Luego está la realidad. Algunos días, siento estar en una lucha constante en tratar de conseguir un equilibrio entre el matrimonio, la maternidad y la escuela. Estoy corriendo constantemente hacia la puerta con el aliento a café y un bebé en mi cadera, un bolso del pañal puesto sobre mi hombro derecho, mientras que en la mano izquierda llevo una bolsa de trabajo colgada. Todas las fantasías que tenía mientras estaba embarazada de mi pequeña familia futura, sentada desayunando alrededor de la mesa, limpia, bien vestida, comiendo huevos en platos blancos antes de salir tranquilamente de la casa con sonrisas en nuestras caras se han estrellado con el plato de huevos revueltos que mi hija ha tirado de la mesa. Estas mañanas locas resumen la mitad de la maternidad para mí. Es agotador, frustrante, desordenado y en constante cambio.
Pero luego, está la otra mitad de la maternidad. Aunque reconozco que no soy la madre católica de moda que tenía en mente, soy una madre católica feliz. Hay una alegría en esta vida que no aparece en las redes sociales, una intimidad y paz que no lo cambiaría ni así vuelva a tener veinte años. A veces, la singularidad y la belleza de mi pequeña familia realmente me llenan de asombro por los regalos que me han dado.
La tensión entre lo que he perdido y ganado porlo que he elegido ha sido sacada a la superficie por mi vida familiar. La maternidad ha extraído de mí lo que Kierkegaard denomina la "contradicción inherente de la existencia". Aunque él está hablando de la combinación imposible de cuerpo y alma, temporalidad y eternidad que marca la condición humana, a menudo me sorprende lo desinteresada y egoísta que puedo ser cuando se trata de mi familia.
Tal vez esa incongruencia es parte del punto. La maternidad es simultáneamente tan ordinaria y tan milagrosa. Hay importanciaen la insignificancia. Cristo lo ejemplifica al nacer de una mujer totalmente insignificante en circunstancias totalmente insignificantes, y sin embargo salva a la humanidad de sí misma. En mi propia vida, a diferencia de Cristo y de la Santísima Madre, es probable que me olviden después de morir. Sin embargo, mi amor por mi hija se siente mucho más grande y duradero que cualquier reconocimiento que podría ganar. No importaría que nadie más supiera del amor que tengo por ella. Este amor es una realidad inmaterial, que es totalmente abrumadora a su manera. Es este amor el que trae significado a mi vida.
Me imagino que esto tiene que ser un poco de lo que es el amor de Dios hacia nosotros. No importa lo insignificante que es porque le importamos a Él. Su amor por nosotros, por usted, siempre ha sido, siempre es, y siempre lo será. Como el amor que una madre tiene por su hijo a pesar de los huevos revueltos estampados en la pared, el amor de Dios siempre permanece. Es desinteresado, descontrolado, e inconmensurable.
El reconocimiento de este amor es en realidad lo que significa para mí la maternidad católica. Es un reconocimiento que la maternidad es una oportunidad para amar y ser amado como Cristo nos ama. No tiene que ser la imagen perfecta; sólo tiene que señalar hacia el "Sí" de la virgen que llevó a la creación de la Palabra. Como madre, estoy llamada a estar abierta a la obra de Dios dentro de mí, a permitirle amar a través de mí, y cooperar con Él para amar más perfectamente. Este amor sobreabundante y explosivo es lo más persuasivo del mundo. Es este testigo que muestra a nuestra cultura dominante una narración diferente, que puede no ser perfecta, pero que sin embargo, es vivificante.
Pregunta para la reflexión: ¿Cómo puedes crecer en amar a otros con el amor de Dios?
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Lindsay Myers, es una estudiante de Maestría en Inglés en la Universidad Católica de América.